lunes, 6 de febrero de 2012

Dos elefantas y media

El periodo de gestación de los elefántidos es de 22 meses. Mi embarazo, en cambio, ha durado 9 semestres. Uno más de la cuenta, pero sigue siendo una duración normal, si tenemos en cuenta la media europea. Un poco menos habitual ha sido el momento de la fecundación. Con tan solo 18 primaveras comenzé a estudiar traducción e interpretación. En España esto es lo común. Pero de Erasmus en Austria me di cuenta de que era una madre adolescente (mis compañeras tenían al menos 21 años al empezar la carrera). En las clases preparatorias para el parto y en las reuniones de futuras madres yo era la más joven. Casi todas sabían cómo iban a ser sus hijos y si los iban a enviar a clases de ballet o no (si se iban a dedicar a la traducción o a la interpretación y qué especialidad iba a ser la suya).
Tenía claro que quería ser madre, pero no era consciente del esfuerzo que suponía. Los primeros dos semestres fueron como la seda, ni sabía que estaba encinta. Al cuarto semestre ya notaba yo algunas molestias propias de mi estado, pero me daba igual. Era la típica felicidad característica de la preñez. Además, iba a mudarme dos semestres. Y el cambio solo podía hacer que todo fuera a mejor. Las gélidas temperaturas alpinas me mantenían con la sangre bien fría, imprescindible para tener el temple necesario con los coordinadores. Todo chachi piruli estambuli.
Sin embargo, a la vuelta, una odisea me esperaba. En el séptimo semestre de mi embarazo descubrí que tenía que matricularme de 18 asignaturas para dar a luz en el tiempo establecido. Era hora de ponerme más cremita en la tripa para que no me salieran estrías, beber mucha agua, comer lo suficiente para dos personas y todas esas cosas. Pero con perseverancia todo se consigue...o casi. Había aprobado 15 asignaturas, pero el feto seguía sin estar formado del todo. Quedaba un semestre. Ya estaba harta de la tripa. Me daba muchos sofocos y todos, con ganas de bautizo, preguntaban que para cuándo el bebé. Ya nacerá...yo les aviso, pero ¡déjenme en paz!
Las contacciones empezaron en enero, pues era el mes de exámenes. He de decir que, a pesar de que siempre he sido partidaria de tener un parto lo más natural posible, el mío fue inducido. No sabía si iba a ser capaz y el niño no salía solo. Así que mi chico y más enfermeros allegados me suministraron oxitocina. Los primeros días de parto fueron bien, los exámenes iban aprobandose unos con más esfuerzo que otros. Pero al dilatar 5 centímetros pedí la epidural, porque el dolor era insoportable. Hace tres semestres ni se me hubiera ocurrido hacerlo por si el niño me salía bobo o algo. Pero, ya a punto de dar a luz, con una asignatura que, tras tres intentos, no apruebo ¡ni a tiros! pedí que me clavaran una aguja en la espalda y la compensaré.
Mi título sigue en la incubadora, pero en junio, cuando salgan todas las actas podré llevarmelo a casa.
No sé si de aquí a allá podré darle el pecho dado el mercado laboral actual.
De momento, me estoy recuperando del posparto con una buena dosis de intravenoso.
A por la parejita, de momento no. Con mi título tengo de para rato.
¡Bienvenida al mundo, hija! Licenciada (Con unos 20 Kg de apuntes; y kilómetros y kilómetros de tramos en guagua has nacido hoy 6 de febrero de 2012).

domingo, 5 de febrero de 2012

El funcionario

El funcionario, ese ser al que acudimos cuando tenemos que solucionar algún asunto. Con frecuencia entramos a su despacho, que en muchas ocasiones es una simple mesa llena de papeles de colocación sospechosa que contínuamente desafían a la gravedad, a contarle nuestros problemas. Queremos que ese personaje que se encuentra sentado detrás de su escritorio nos solucione la vida o que por lo menos nos diga qué sendero debemos tomar, porque estamos confusos y perdidos.
Pero muchas veces, después de visitar a nuestro amigo el funcionario, además de confusos y más perdidos que al principio, estamos aturdidos. Pues, señoras y señores, el camino de la administración es arduo y cansino. Pero no como el camino de Santiago, en el que uno tiene que ir equipado con una conchita y el cazado adecuado. No, para recorrer enterita la vía de la burocracia tiene que llevar uno los bolsillos llenos de paciencia, el elixir de todo aquel que quiera conseguir su objetivo.
Así pues, con la mochila preparada comenzamos nuestra ruta. Nada más llegar a la primera oficina tenemos que coger número. Si no hemos sido precavidos y hemos salido de casa tarde probablemente tendremos que volver al día siguiente, porque se habrán agotado los tickets. Así que para la próxima nada de preguntarle al espejito por la mañana quién es la más bonita del reino, porque a esas horas el espejo está durmiendo y hasta que se despierte se te hará tarde. De esta manera, no te queda más remedio que quitarte las legañas deprisa y corriendo para  con coger tu boleto de la suerte y estar divina de la muerte con el número en mano. No olvides llevarte un libro bien gordo (unas 400 páginas serán suficientes) y beber un poco de paciencia cada vez que vayas a morderte las uñas o sientas el deseo de matar a alguien para robarle el turno.
300 páginas después, ya a las 12:00 de la mañana, te toca! Es tu turno, pero  tus piernas, que no se habían traído libro alguno ni tienen ojos para leer, han decidido quedarse dormidas. Pero da igual, tenemos que llegar a la mesa 5 cueste lo que cueste.
Una vez allí nos encontramos con un ser de sexo indefinido, con pecho y bigote. Sin embargo, ese detalle se nos pasa por alto, nos da igual, como si es un extraterestre, solo queremos explicarle el rompecabezas al que inentamos hacer frente y que nos ayude. Una vez procedemos a contar nuestra narración pueden pasar varias cosas: Que se nos interrumpa y nos digan que dónde hay que firmar (ocurre poco, frecuentemente si en breve va a ser la hora de comer, pero si sabemos lo que queremos nos viene de lujo), que no nos entiendan y pongan cara de que les estamos contando una novela de terror o ficción (esto no suele ocurrir, porque te interrumpen antes); pero lo más probable es que tarde o temprano te digan su frase favorita: ¡Este asunto no nos compete! Y si respondemos: "¿Sería usted tan amable de indicarme dónde pueden ayudarme, señor?". Está claro que como fuera una señora no te ayuda en la vida...pero que hayas atinado con el género del susodicho no te suele ayudar a proseguir en el sendero de tus gestiones. Sueles acabar preguntando de un punto de información a otro, interrogas al señor Google y a la señora Wikipedia, incluso puede que en momentos de desesperación surjan creencias religiosas que hasta ese momento no tenías presentes.
No obstante, una cosa está clara, ir a la oficina de nuestro empleado público de turno a contarle nuestros problemas esperando a que este nos escuchase como un ente pasivo, cual psicólogo se tratase, no funciona.
Puede que actue de forma pasiva, pero el borócrata al que nos enfrentamos en nuestra pugna administrativa también es un ser humano (aunque su género se desconozca). En consecuencia, también tiene problemas propios y, a diferencia de un psicólogo, lamentablemente, no le pagan por escucharte, ni siquiera se espera que te solucionen tus problemas. Lo que sí se supone es que te atienda. Antes bien, en muchas ocasiones para hacerlo tiene que escucharte y resolver tus incógnitas.
Dado a que este suele ser el panorama con el que nos encontramos cuando queremos resolver nuestras gestiones, hemos adoptado una serie de rutinas escudo: Para empezar, todos evitamos las gestiones como el que huye del servicio militar obligatorio; nos ponemos una armadura anti-funcionarios antipáticos y poco cooperativos. Y lo más curioso de todo: preguntamos a alguien de confianza que tenga granadas de paciencia y tres estrellas ganadas en la guerra del Golfo de la administración.
Preparados con nuestro arsenal de armas (frecuentemente respuestas a posibles preguntas, pues tenemos que antecedernos como si de una partida de ajedréz se tratase) vamos a visitar a nuestro N-Amigo (dícese de aquel ser con el que tenemos una relación de amor/odio y que no sabemos si es nuestro fiel amigo o nuestro archienemigo). Y, si os pasa como a mi, os llevaréis una grata sorpresa.
El pasado uno de febrero, acudí a una oficina (era la correcta), pedí número (quedaban y eso que eran las 10:00 ya), me senté dónde no era y se me pasó el número (no importa, volví a pedir otro, y me lo dieron), me senté a esperar (había sillas libres incluso), no me llevé libro (pero tampoco me hizo falta porque a los 10 minutos ya me tocaba).
En tensión, me dispuse a enfrentarme al mismísimo demonio y ¿qué me encontré? A un funcionario contento, porque era su cumpleaños y se acababa de dar cuenta. "Me has alegrado el día, eres la primera que me felicita", me dijo. A mi también me alegraste el día atendiendome como es debido.
Era como escuchar un estruendo en el armario, esperar encontrarte al monstruo de las pesadillas, abrir la puerta y encontrarte al gato juagando con una percha.
¡Muchas gracias, funcionario sin nombre, y que cumplas muchos más!